Desde sus inicios en la segunda mitad del siglo XIX, una de las paradojas fundamentales de la sociología radica en su relación problemática con la tradición filosófica. Por un lado, la sociología se vio a sí misma como la continuación empírica y científica del enfoque deductivo y los argumentos trascendentales de la tradición filosófica. Por el otro, el éxito mismo de la sociología, medido en términos de su capacidad de generar explicaciones plausibles sobre el funcionamiento de la sociedad moderna, le significó romper aquellos vínculos originales con la filosofía para convertirse en una ciencia estrictamente empírica. Para cumplir con su misión más noble, la sociología requería replantear las preguntas venerables de la filosofía en el lenguaje moderno de las ciencias naturales y, en efecto, de las nacientes ciencias sociales. Debía permanecer profundamente imbuida, pero al mismo tiempo ser fundamentalmente diferente, de la tradición filosófica de la que surgió. No existe una solución fácil o definitiva para este desafío que, en mí opinión, es fundamental para la condición existencial de la sociología tanto en el pasado como en el presente.