Durante el siglo XIX e inicios del siglo XX, el desarrollo del ajedrez estuvo fundamentalmente relacionado con su dimensión estética. Los jugadores más prestigiosos de la época, por ejemplo Paul Murphy y Alexander Petrov, debían su fama a la belleza de sus combinaciones y a movidas extravagantes donde se arriesgaba todo en pos de una victoria de máxima elegancia. En un período donde el elemento competitivo ya estaba presente pero no era aun dominante, la concepción prevaleciente del ajedrez en su relación con la sociedad estaba marcada por una idea romántica de creatividad que no puede ni debe supeditarse al pragmatismo de buscar la forma más segura de ganar la partida. El ajedrez era visto más bien como una forma artística cuyo propósito verdadero es la creación de combinaciones temerarias e inesperadas cuya belleza está intrínsecamente asociada a los riesgos asociados: si se calcula con precisión, la partida se gana de forma elegante; si se comete un error, la derrota es total y trae consigo una dosis importante de humillación. La forma de jugar ajedrez de la época refleja la naciente idea de “juventud” del período: no hay vida que merezca ser vivida sin belleza, sin exponerse a riesgos, sin explorar nuevos territorios y correr los límites de lo posible. Curiosamente para un juego que está asociado a la racionalidad y el pensamiento, este es también el período en que la capacidad de jugar ajedrez se relaciona con fenómenos paranormales como el espiritismo o capacidades intelectuales sobrenaturales.
El siglo XX está sin duda marcado por la dominación del ajedrez soviético. Con la excepción de Bobby Fischer, todos los campeones y jugadores más importantes del siglo pasado están formados en el enfoque de máxima precisión y solidez teórica de la escuela rusa (entre ellos, por ejemplo, Mihail Tal, Boris Spassky, Anatoli Karpov, Garry Kasparov). El ajedrez jugó un rol muy significativo en la identidad global que la URSS buscaba proyectar: organización, planificación y control todos puestos al servicio de una disciplina donde el cálculo preciso habría siempre de prevalecer. El ajedrez se transformó en símbolo de una voluntad de hierro, una disciplina a toda prueba, una precisión y planificación que, cuando se preocupa hasta del último detalle, tiene las máximas probabilidades de tener éxito.
Nada parecía encapsular mejor que el ajedrez los principios organizativos fundamentales de la planificación centralizada con que la Unión Soviética buscó transformarse en una superpotencia económica, militar y tecnológica. Por cierto, el desarrollo del ajedrez soviético contó con el decidido apoyo estatal: los jugadores talentosos recibían educación especial desde una edad muy temprana – antes de los 10 años – y quienes llegaban a la elite del deporte se transformaban en embajadores globales de la revolución. El éxito incontrarrestable de la Unión Soviética en el ajedrez era una comprobación de que sus métodos funcionaban: el trabajo colectivo de sus equipos de ajedrecistas se asumía como clave para explicar sus triunfos frente al “individualismo” y “egoísmo” que primaba entre sus rivales provenientes de los países “capitalistas”.
Desde una perspectiva completamente diferente, Viktor Korchnoi – considerado el mejor jugador de todos los tiempos que no fue nunca campeón del mundo – afirma en su autobiografía que el éxito del ajedrez en la Unión Soviética tiene justamente la causa opuesta: el ajedrez era el único espacio de la sociedad soviética donde estaba permitida la libertad de pensar por uno mismo y se premiaba la genialidad individual (Nacido en Leningrado en 1931, Korchnoi pidió asilo en Holanda en 1976 y se hizo ciudadano suizo un par de años más tarde).
Estas dos concepciones del ajedrez expresan dos filosofías y momentos históricos distintos de la historia reciente: la promesa de que una vida plena solo es posible en la belleza y la improvisación; la certeza de que la superioridad del socialismo se impondrá racional y científicamente en todas las áreas de la sociedad. El ajedrez encapsula así algunas de las tensiones históricas y culturales más importantes del siglo pasado.