Tuve la ocasión de debatir por primera vez con Andrés Rosler a inicios de diciembre de 2020, pocos días después de la muerte de Diego Armando Maradona. Para romper el hielo, puesto que mi intervención sería muy crítica de su argumento, propuse “suspender” la discusión para honrar la memoria del más grande. A pesar de sus múltiples pecados, su calidad como futbolista hace que a Maradona se le perdone (casi) todo. Mi contradicción era que mi argumento respecto de Carl Schmitt ese día era justamente el opuesto: su apoyo al nazismo no se lo podemos perdonar y contamina tanto el conjunto de su obra como la recepción que hacemos de ella. A leer la reciente entrevista a Andrés Rosler en La Tercera, donde vuelve a afirmar que Schmitt era un pensador liberal y que su vínculo con el nazismo un asunto de importancia marginal en su biografía, me doy cuenta de lo errado de mi analogía porque incluso en el caso de Maradona vida y política están íntimamente relacionadas.
Maradona entró en el inconsciente colectivo en el triunfo de Argentina sobre Inglaterra en los cuartos de final del Mundial de México 86. Los dos goles de Argentina ese día los anotó Maradona: uno es la trampa más famosa de la historia del futbol – inmortalizada con su frase “la mano de dios” – el otro es el mejor gol de la historia de los mundiales donde el genio individual de Maradona se expresa de forma pura. Tanto antes como después del partido, Maradona comenta lo inevitable de vincular ese triunfó con la derrota de Argentina en la guerra de las Malvinas contra el Reino Unido en 1982: la victoria en la cancha se alimentó de la “bronca” contra el imperialismo y la arrogancia británica, del repudio contra la dictadura militar de Galtieri, y del homenaje a los miles de jóvenes argentinos que fueron enviados al matadero sin razón, equipamiento o preparación. Fútbol y política no solo no están separados, sino que es justamente su vínculo tan estrecho lo que explica las pasiones que ambas actividades ejercen.
Hago este largo rodeo para mostrar donde está la gran falacia del argumento del profesor Rosler: si la separación entre vida y política no es plausible para el caso de un futbolista, difícil es sostener que los eventos políticos de su tiempo tienen un impacto marginal en el quien Rosler trata como el más grande pensador político de los últimos 100 años.
Quienes ubican a Schmitt en el panteón de los clásicos del pensamiento político y jurídico de nuestro tiempo enfatizan dos contribuciones seminales: (1) una teoría de la política que se construye sobre la base de la distinción amigo/enemigo y (2) la idea de que el acto jurídico fundamental es la potestad de suspender la validez de las normas jurídicas – el estado de excepción. El argumento de Rosler consiste en afirmar al mismo tiempo dos cosas que difícilmente pueden ser ciertas al mismo tiempo: primero, que Schmitt es efectivamente parte de este canon producto de esos aportes a nuestra comprensión de la política y de las relaciones entre política y derecho; segundo, que los hechos políticos y jurídicos a que son parte fundamental de la vida Schmitt, y sobre los que escribió y reflexionó ampliamente, no tienen relevancia alguna respecto de su pensamiento.
Puesto que la vida de Schmitt está marcada a fuego por la crisis del liberalismo, para hacer de él un defensor del orden liberal, Rosler debe torcer una serie de eventos fundamentales del siglo XX. Para “reinterpretar como liberal” el apoyo que Schmitt ofreció a los Nazis se debe afirmar que la dictadura de Hitler fue meramente autoritaria antes que una forma radicalmente nueva de totalitarismo. Si se afirma que su apoyo al nazismo fue de corta duración o meramente estratégico, queda aun pendiente “reinterpretar como liberal” su apoyo al fascismo italiano (antes de la guerra) y a la dictadura de Franco en España (después de la guerra). Es también preciso “reinterpretar como liberal” su catolicismo militante, que en la época se definía fundamentalmente por su rechazo al liberalismo. Mas aun: es preciso “reinterpretar como liberal” su apoyo a la proscripción de partidos políticos, su crítica al concepto de representación parlamentaria, su crítica a la idea de esfera publica pluralista, su crítica a la economía de mercado y su antisemitismo. Incluso si uno quisiera argumentar que cada una de estas dimensiones del pensamiento de Schmitt son de alguna forma compatible con un pensamiento liberal, cuestión de por sí difícil, el hecho de que Schmitt tenga el “cartón completo” del loto conservador debiese ser suficiente para mostrar lo inadecuado del argumento.
En otro texto, hace algún tiempo traté de mostrar que la recepción de Schmitt en el pensamiento jurídico en Chile es muy significativa tanto en la derecha (desde Jaime Guzmán a Hugo Herrera) como en la izquierda (de forma más explícita en Fernando Atria). En el primer caso, la deriva es nacionalista/fascista y del todo consistente con las ideas e intenciones del propio Schmitt; en el segundo, se hace una apropiación de la lógica amigo/enemigo en la que el derecho deviene instrumento de la política y Schmitt se usa contra sí mismo para profundizar la crisis del orden social democrático. Lo que ambas interpretaciones tienen en común es, justamente, comprender que el dato intelectual básico de Schmitt no es otra cosa que una crítica al liberalismo. Discrepo de ambas posiciones por reduccionistas y autoritarias, pero les concedo lo evidente: su basamento en Schmitt es al menos consistente con su proyecto político sustantivo (para la derecha) o con su aproximación “metodológica” para pensar la acción política (para la izquierda).
No es mi interés inmunizar el liberalismo de la crítica de Schmitt; tampoco defender un “proyecto liberal”. A estas alturas, me contento con apelar a un mínimo de sentido común en el uso de los conceptos y por cómo comprendemos los eventos históricos del siglo XX. Se lo debemos, si no a Schmitt, al menos a la memoria de Maradona.