LAS PARADOJAS DE LA DEMOCRACIA

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  • Publicación de la entrada:mayo 7, 2022
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Mi abuelo nació en un pueblo pequeño del imperio Austrohúngaro en 1906. Era el menor de los 12 hijos de un tabernero pobre, sin educación y muy religioso. Tenía 11 años cuando terminó la primera guerra mundial, que para él tuvo la consecuencia de que su pueblo dejó de ser parte del Reino de Hungría y pasó a ser parte de la naciente Eslovaquia. De un día para otro, el idioma del colegio cambió a uno que él no hablaba y ese día terminó su educación formal. Poco después de cumplir 18 años partió a París, de allí se fue a Marruecos, después a Venezuela y finalmente se estableció en Chile a mediados de los 30. Comunista toda su vida, era admirador de Tito por haber logrado la tan improbable convivencia pacífica en los Balcanes, pero no de Stalin. En Chile fue parte de una célula del PC compuesta casi únicamente por emigrantes húngaros – todos judíos.

A mi abuelo le gustaba mucho conversar conmigo de lo que pasaba en el mundo. No hablábamos de política contingente, supongo que lo evitaba porque estábamos en dictadura. Pero siempre me contaba sobre lo que había pasado en Europa en la primera mitad del siglo XX. Pero más que contar sus historias, le gustaba conocer mi opinión sobre lo que fuere. Estaba genuinamente interesado por saber qué pensaba ese niño de 12, 14 y 16 años sobre distintas cosas. Entre los temas de nuestras conversaciones, él tenía preocupación “filosófico-política” recurrente. Preguntaba: “¿Cómo puede ser democrático obligar a una minoría a hacer algo que no quiere solo porque la mayoría lo decide?”. No recuerdo por qué esa pregunta lo torturaba, así como tampoco recuerdo qué le respondía yo. Pero sí tengo vivo el recuerdo, en mi arrogancia adolescente, de que me parecía una pregunta algo estúpida. ¡Justamente para eso están las mayorías!

Esta pregunta desapareció de mi horizonte por mucho tiempo. Pero hace unos 15 años me topé con esta cita de Hannah Arendt:

 

Resulta completamente concebible, y se halla incluso dentro del terreno de las posibilidades políticas prácticas, que un buen día una humanidad organizada y mecanizada llegue a la conclusión totalmente democrática —es decir, por una decisión mayoritaria— de que para la humanidad en conjunto sería mejor proceder a la liquidación de algunas de sus partes. Aquí nos enfrentarnos con una de las más antiguas perplejidades de la filosofía política, que pudo permanecer inadvertida sólo mientras una teología cristiana estable proporcionó el marco de todos los problemas políticos y filosóficos, pero que hace largo tiempo obligó a decir a Platón: “No es el hombre, sino Dios, quien debe ser la medida de todas las cosas”

 

La cita pertenece al libro Los Orígenes del Totalitarismo, que se publicó originalmente en 1951. El caso concreto que Arendt tiene en mente aquí es la forma en que los Nazis, que en su momento electoral más exitoso recibieron más de un tercio de los votos en Alemania, quitaron progresivamente los derechos políticos, civiles y sociales a ciudadanos judíos que hasta entonces eran perfectamente alemanes. Soldados, jueces, profesores universitarios, comerciantes y periodistas que hasta 1933 eran reconocidos por su patriotismo y contribución a la sociedad, se transformaron progresivamente en fantasmas jurídicos a contar de 1935 y en prisioneros de campos de concentración desde 1939. A partir de 1941, la gran mayoría de ellos fueron asesinados en cámaras de gases. Pero la reflexión de Arendt no apunta solo a ese caso tan dramático, sino que me parece nos ayuda a pensar sobre tres cuestiones más generales y, sobre todo, más actuales.

La primera dice relación con lo que podemos llamar la pregunta por la “falibilidad democrática”. Si Arendt tiene razón, una decisión puede ser totalmente democrática pero tremendamente equivocada. El problema es que no es evidente cómo o quién podría hacerle ver a una democracia que ha cometido un error. ¿Bajo qué parámetros o criterios es posible hacer algo así?

Desde Rousseau a Habermas, la idea moderna de legitimidad democrática tiene siempre dos partes. La primera es la más evidente: para ser democráticas, las decisiones deben contar con el apoyo de la mayoría. Cuando se trata de cuestiones muy importantes, sabemos que se puede elevar el quorum a 3/5 o 2/3, pero el principio mayoritario se mantiene inalterado. La otra parte no es menos importante, a pesar de que tiende a permanecer implícita en el debate público: se asume que las deliberaciones colectivas disminuyen de manera significativa la posibilidad de cometer errores – sobre todo errores de marca mayor. Es decir, para la justificación de la democracia, la importancia de que una decisión sea mayoritaria no es solo cuantitativa – más de la mitad de las personas la apoyan – sino que descansa también en que se la asume acertada porque es mayoritaria. Una democracia funciona bien cuando sus normas cuentan con el apoyo de una mayoría y, al mismo tiempo, se mantiene saludable cuando existe la convicción de que, porque son mayoritarias, sus decisiones son también moralmente correctas. Si Arendt ya tenía buenas razones para dudar de ese supuesto hace 70 años, los contraejemplos no han dejado de acumularse: la elección de Trump, de Bolsonaro o el Brexit son ejemplos recientes bien evidentes.

En mi opinión, parte fundamental de la crisis actual de la democracia consiste justamente en que hemos perdido la confianza de que sus decisiones mayoritarias sean efectivamente correctas. La tan mentada “crisis de legitimidad de la democracia” está mal diagnosticada porque no es principalmente una cuestión de diseño institucional, de corrupción, o de insufribles peleas políticas. Todas ellas son por cierto relevantes, pero más profundo es el problema que hemos perdido la confianza en la infalibilidad de las decisiones democráticas. Si bien mantenemos firme nuestro compromiso con el principio de la adhesión de la mayoría, ello no basta cuando sobran los ejemplos de decisiones democráticas de cuyas consecuencias los ciudadanos después se arrepienten o, como ya perturbaba Arendt, se toman decisiones abiertamente inmorales avaladas por una mayoría electoral.

El segundo asunto que destacaría de la cita dice relación con lo que se conoce como el problema del antropocentrismo moderno. Si Arendt está en lo cierto, es difícil encontrar argumentos morales definitivos contra esa imaginaria decisión mayoritaria de eliminar una parte de la humanidad. En otras palabras: ¿cómo justificar la universalidad de los derechos humanos, o incluso el trato igualitario básico que una democracia exige, cuando se reifica el relativismo de la diversidad cultural y de las preferencias individuales y ya no se puede apelar a los valores “sagrados” de la religión? La pregunta, en definitiva, es cómo se le ponen límites reales a la posibilidad de tomar, democráticamente, decisiones que van a debilitar la propia democracia.

Con la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, la forma con que se intentó resolver este problema fue mediante el recurso a la “dignidad humana”. La noción de dignidad permitió traducir a un lenguaje filosófico secular algunos de los contenidos morales más relevantes de diversas tradiciones religiosas. Pero en los últimos 20 o 30 años, la idea dignidad también ha comenzado a resquebrajarse. Por un lado, contiene un “especismo” que otorga primacía excesiva a los seres humanos por sobre los así llamados “animales no humanos”; por el otro, la dignidad apela a un umbral objetivo o inviolable, pero ha demostrado ser demasiado diversa culturalmente y, a la vez, es demasiado inflexible en su aplicación concreta porque la instalación de derechos sociales es siempre progresiva, relativa y contextual. En Chile, con posterioridad al estallido de 2019 la dignidad se transformó en una forma de proyectar al futuro un nuevo horizonte compartido, pero no es casualidad que con ella no se pueda avanzar concretamente más allá de declaraciones generales. Por si fuera poco, no deja de ser irónico que la idea de dignidad sea posiblemente uno de los grandes puntos de continuidad entre la constitución de 1980 y la que se está redactando ahora: si la dignidad le sirvió a Jaime Guzmán y ahora le sirve a Jaime Bassa, posiblemente vamos a necesitar de nuevas fórmulas para justificar la universalidad de derechos humanos y derechos sociales. Pero este es un desafío que no está siendo fácil para nadie ni en la academia ni en la política.

El tercer elemento que me parece importante en la cita es que Arendt plantea los dilemas que la angustian tomando como referencia la idea de humanidad. Pero tomar una idea universal de humanidad para hacerse preguntas sobre las deficiencias y el relativismo democrático es a lo menos extraño, puesto que todas las formas de democracias que conocemos a lo largo de la historia se han preocupado de restringir la membresía al demos. En el mundo moderno, la democracia ha estado íntimamente ligada a la expansión y fortalecimiento de los estados nacionales en todas partes del planeta. Y lo más propio de un estado nacional es que distingue entre aquellos habitantes que son ciudadanos de plenos derechos porque son miembros de la nación y otros que no lo son.

Para Arendt, sin embargo, una de las lecciones principales de la segunda guerra mundial era que ya en esa época se apreciaba el inicio del ocaso de la idea de nación como fundamento plausible de una verdadera democracia. No es que Arendt creyese que las naciones estaban ad-portas de desaparecer; tampoco proyectaba una globalización económica o tecnológica como la actual. Su argumento, me parece, es que los dilemas fundamentales de la democracia – como su falibilidad y su antropocentrismo – demuestran que ella democracia solo merece realmente ese nombre cuando es capaz de trascender las divisiones políticas, religiosas o culturales. La democracia es posible solo si la humanidad se entiende a sí misma como un actor político relevante. Si bien todas las decisiones mayoritarias lo son en los contextos acotados de comunidades específicas, para Arendt el tipo de sociedad que estamos creando requiere de fortalecer institucional y simbólicamente el horizonte utópico que viene asociado a la idea de una humanidad genuinamente universal. Si la crisis climática puede aun tener una consecuencia positiva, tal vez ella tiene que ver con que nos obliga a tomarnos en serio una idea de humanidad de ese tipo. El riesgo de no hacerlo nos trae de vuelta al dilema inicial de la cita: estaríamos aceptando que es admisible y justificado prescindir de aquella parte de la humanidad que se verá más intensamente afectada por las consecuencias del cambio climático.

Al sacar de esta forma a la palestra la idea de democracia, mi interés no es por cierto debilitarla sino fortalecerla. Pero ese fortalecimiento requiere tomarse estos problemas muy en serio: qué hacer para reconstruir la confianza de que la democracia, incluso si no es infalible, sí es aún un mecanismo que permite tomar decisiones colectivas moralmente correctas. A qué ideas y justificaciones podemos apelar para repensar la universalidad de los derechos humanos más allá de la dignidad. Cómo fortalecemos una idea de humanidad que vaya más allá de la nación a la luz de los desafíos principales de nuestro tiempo.

Me tomó varias décadas tomarle el peso a la reflexión de mi abuelo. Pero me pone muy feliz hacer de portador de sus preocupaciones.

 

 

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